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domingo, 29 de diciembre de 2013

Mingoyo o el pueblo desaparecido

                Ocurrió en 1854. Se dice que no hubo supervivientes en el pueblo. Las autoridades decidieron incendiar todas las viviendas para que no se volviera a repetir en el futuro. El lugar: Mengoyo, en el municipio asturiano de Quirós.
                Como todos los inviernos de aquella época, la nieve cayó inmisericorde sobre el pueblo y los alrededores, con tal cantidad que los pasos se hacían intransitables. Los habitantes de Mengoyo ya estaban acostumbrados al aislamiento que el invierno les enviaba todos los años, así que, como siempre, se dispusieron a subsistir una vez más, como sus antepasados habían hecho desde que tenían uso de razón. Uno de sus visitantes más asiduos, el párroco de Casares, tampoco acudía a impartir la misa durante ese período, así que los habitantes de Mengoyo estaban imposibilitados para pedir cualquier tipo de ayuda, en caso de que se precisara. Por aquel entonces no existía en el pueblo otro medio de comunicación que el boca a boca, pues ni siquiera la prensa escrita llegaba hasta él.
                A mediados de abril de aquel año se celebraba la Semana Santa, cuando ya la mayor parte de la nieve se había derretido y el deshielo había abierto los pasos de entrada y salida del pueblo. Así pues, el sacerdote de Casares se encaminó hacia Mengoyo para cumplir con el rito religioso correspondiente. Cuando divisó el pueblo desde una loma ya próxima a él, nada le hizo extrañar su aspecto, ni siquiera se había fijado en que las chimeneas no humeaban, aunque el frío era intenso. Poco a poco fue bajando hacia las primeras casas y cuanto más se aproximaba más incómodo se sentía, aun sin saber por qué, hasta que se dio cuenta del silencio, un silencio chocante que reinaba sin aparente motivo. Al entrar en el pueblo lo primero que vio fue un hombre caído en plena calle, inmóvil. Se acercó a él, le zarandeó para despabilarlo y, apenas tocó su piel, notó la frialdad de la muerte.
                El cura se encaminó a grandes pasos hasta la primera vivienda, que tenía la puerta abierta, y llamó a quien le pudiera oír. Nadie respondió. Entonces se decidió a entrar en la casa para descubrir que sus residentes también habían perdido la vida. Salió de la casa y recorrió el pueblo, pero sólo encontró cadáveres esparcidos por las calles. Entre la nieve acumulada en la orilla de una calle yacía una mujer, abrazada a la cual estaba su hijo, un niño de pecho, muerto también. Un poco más allá de la madre y el hijo, un cerdo se pudría en la cochiquera con la boca abierta, como si hubiera intentado tomar una última bocanada de aire antes de expirar. Divisó, luego, la iglesia, una pequeña capilla que permanecía con la puerta abierta; se dirigió hacia ella y dentro se topó con tres cadáveres putrefactos abrazados a los santos que el lugar sagrado guardaba.  
                En total fueron veintidós los vecinos muertos, toda la población de Mengoyo, aunque hubo quien dijo que se había salvado un pastor que había pasado el invierno fuera del pueblo. Las autoridades, tras la investigación pertinente, culparon de la tragedia al pan de escanda, pues en el examen de los cadáveres había aparecido un trozo de éste en el estómago del cerdo, así que hubo de ser un envenenamiento general por algún contaminante en el pan. Según la costumbre,  un vecino solía elaborar un bollo de pan dulce en época de Semana Santa, el cual repartía entre todo el pueblo; los sesudos investigadores adujeron que tal vez la escanda estuviera mal cribada y una planta venenosa, que suele crecer en las plantaciones de este cereal, haya pasado a la masa. Sin embargo, la tradición prefiere pensar que fueron las salamandras quienes contagiaron el agua con su piel ponzoñosa. Sea como fuere, todo permanece entere la brumas de la suposición.

                Por temor a que, al fin y al cabo, se tratara más bien de una especie de enfermedad contagiosa, peor que la peste, decidieron enterrar todos los cadáveres en una fosa común y prender fuego a todo el pueblo, de modo que el lugar quedara purificado. Antes de llevar a cabo tan drástica resolución, los habitantes del vecino pueblo de Villagondu consideraron que no todo merecía un final tan resoloutivo, así que desmontaron una hermosa panera que había en Mengoyo, se llevaron las piezas a su pueblo y en él la volvieron a erigir. En vista de lo sucedido, sea por obra de brujerías o de animales malignos o de plantas mefíticas, los ganaderos rehusaron llevar el ganado por aquellos pastizales, por el cual motivo la maleza fue adueñándose del terreno con el transcurso de los años. Ya sólo quedan unas tristes ruinas de lo que antaño fue Mengoyo, aunque desde aquel entonces nada anómalo volvió a suceder.
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